Uno tiende a pensar que los sueños son sólo eso, sueños, que no hay que darles más vueltas. Y sin embargo, a veces resulta difícil diferenciarlos de la realidad. Ya no sólo cuando estás durmiendo que todo lo que sueñas pareces estar viviéndolo si no cuando, despierto, al cabo de un tiempo, tres días, cuatro, una semana después recuerdas algo y resulta que no sabes ubicarlo en un lugar concreto, no sabes si te lo contó alguien, lo viviste tú o lo soñaste.
Esta historia empezó como un sueño de esos, de los que no sabes si realmente fueron sueños, lo viviste o te lo explicaron.
Resultó raro que nos encontráramos de repente ¿Qué probabilidades había? ¿Cuántos millones de persona podían vivir en aquella ciudad? Una ciudad tan lejana de la nuestra, tan distante, tan distinta… Pero nos encontramos, cruzando una calle entre otras decenas de personas que hacían lo mismo. Pero nos vimos. Hubo un momento de indecisión, no podía ser. Ni ella ni yo podíamos creerlo. No era posible encontrarnos allí. Pero allí estábamos. Quedarnos parados en mitad de la calle no fue la mejor idea del mundo pero fue nuestro punto de encuentro. En cuanto el primer coche hizo sonar su claxon dimos un bote y nos apartamos hacia la acera más cercana.
Después de los abrazos, besos, de los quétales, de los cuántotiempos, de los queesdetuvidas nos quedamos en silencio. Parecía que no teníamos mucho más que decir. Nos miramos sonreímos y por un momento pensamos que lo mejor era seguir nuestro camino y recordar con cariño aquel momento. Afortunadamente cambiamos rápidamente de idea y decidimos ir a tomar algo a alguna cafetería cercana.
Recordamos miles de momentos. Habían sido tantos los que habíamos pasado juntos. Reímos mucho pues sólo rememorábamos aquellos miles de momentos divertidos obviando los tristes que, aunque no fueron miles, también fueron unos cuantos y que, en su momento, pesaron mucho más. Fueron un par de horas estupendas. Hacía demasiados años que no nos veíamos, que habíamos decidido que aquellos momentos tristes que ahora callábamos nos separaran. Cuando quisimos darnos cuenta había anochecido. Las luces de las farolas y los semáforos convertían la calle en un intento fracasado de arco iris. Un intento de tres o cuatro colores sobre un fondo negro que la lluvia que había empezado a caer difuminaba y convertía en una borrosa paleta de colores primarios. Intercambiamos teléfonos y quedamos en llamarnos. Los dos sabíamos que no lo haríamos, que aquella había sido una buena tarde, una gran tarde, que habíamos conseguido convertir aquella extraña ciudad en nuestra ciudad por primera vez en mucho tiempo. Pero también sabíamos que aquellas anécdotas, aquellas historias que acabábamos de contar no volverían a repetirse y estaban mejor ahí, en ese rincón donde uno confunde los sueños con los recuerdos para recuperarlas dentro de otro montón de años cuando en otra ciudad que no fuera nuestra, cuando en otro semáforo nos cruzáramos y por un segundo dudáramos de que realmente seguíamos estando nosotros detrás de aquella cara tremendamente familiar.
Recordamos miles de momentos. Habían sido tantos los que habíamos pasado juntos. Reímos mucho pues sólo rememorábamos aquellos miles de momentos divertidos obviando los tristes que, aunque no fueron miles, también fueron unos cuantos y que, en su momento, pesaron mucho más. Fueron un par de horas estupendas. Hacía demasiados años que no nos veíamos, que habíamos decidido que aquellos momentos tristes que ahora callábamos nos separaran. Cuando quisimos darnos cuenta había anochecido. Las luces de las farolas y los semáforos convertían la calle en un intento fracasado de arco iris. Un intento de tres o cuatro colores sobre un fondo negro que la lluvia que había empezado a caer difuminaba y convertía en una borrosa paleta de colores primarios. Intercambiamos teléfonos y quedamos en llamarnos. Los dos sabíamos que no lo haríamos, que aquella había sido una buena tarde, una gran tarde, que habíamos conseguido convertir aquella extraña ciudad en nuestra ciudad por primera vez en mucho tiempo. Pero también sabíamos que aquellas anécdotas, aquellas historias que acabábamos de contar no volverían a repetirse y estaban mejor ahí, en ese rincón donde uno confunde los sueños con los recuerdos para recuperarlas dentro de otro montón de años cuando en otra ciudad que no fuera nuestra, cuando en otro semáforo nos cruzáramos y por un segundo dudáramos de que realmente seguíamos estando nosotros detrás de aquella cara tremendamente familiar.
Tres meses después encontré, reorganizando y borrando teléfonos absurdamente almacenados en mi agenda del móvil su número. Ya prácticamente había olvidado aquel encuentro, era una pequeña luz blanca sobre el fondo negro de la rutina de aquella ciudad. Tan pequeña que comenzaba a apagarse en la distancia. Aquella luz que bien podría ser la luz de un sueño del que te despiertas de golpe sin estar seguro de donde estás y de si lo que estabas haciendo hace un segundo era dormir o vivir. Aquella luz creció, se intensificó al ver su nombre en la agenda. Borró los momentos tristes e iluminó con toda su potencia su sonrisa, su felicidad reflejada en su cara, su sudor compartido con el mío, su olor…
Tardé dos días en atreverme a llamar, en vencer el miedo al NO. Cuando su voz respondió al otro lado del teléfono en aquel extraño idioma que se hablaba en aquella ciudad pensé que la había perdido para siempre. Supe que no había guardado mi número en su agenda como hice yo, que ya se había olvidado de mí. Aún así me identifiqué, quería verla una vez más. Ya la había olvidado, ya no soñaba con ella, ya había conseguido sacarla de mí, guardarla muy dentro, muy en el fondo, en una esquina oscura. Verla en aquel paso de peatones la había devuelto a primer plano, quería verla una vez más.
Tardó un poco en reaccionar, noté en su voz y en su silencio, en su respiración, aquella que una vez tuve en mi cuello, aquella que hubo un tiempo que me necesitaba, que sin mí no era nada, aquella respiración a la que una vez yo daba el oxígeno, que no me reconoció al instante. He vuelto a perder, pensé. Un par de segundos después me saludó efusivamente. Se río por su despiste al no haberme reconocido dejándome oír una vez más, tres meses después y, antes de eso, muchos años después, su risa en mi oído, y me volvió a preguntar que qué tal tres meses después. Intercambiamos algunas frases vacías, a mí ya me valían para escucharla, y me arrojé al vacío, subí al acantilado más grande que encontré y me lancé con los ojos cerrados. Aceptó acompañarme, por los viejos tiempos dijo, pero a mí me daba igual. Ella había vuelto a mi vida.
La cena fue amena pero no divertida, entretenida pero no graciosa, lo suficientemente insulsa para que ella quisiera acabar allí, irse a su casa y no volver a hacer nada por los viejos tiempos. Le sugerí ir a tomar algo sin ninguna esperanza y cuando ella empezó a buscar alguna excusa para rechazar mi invitación entendí que hasta ahí había llegado mi recuerdo, mi sueño, mi encuentro casual con el pasado, con ese rincón abandonado que creí que ya no existía. La ciudad era muy grande, no volveríamos a vernos ¿Qué probabilidades había? ¿Cuántos millones de personas podían vivir en aquella ciudad? No nos encontraríamos nunca más.
Pero no encontró excusa o quizás no se dio por vencida. Quizás pensó que ¡qué diablos! Que por los viejos tiempos tampoco estaba mal tomar una copa después de cenar. Y eso hicimos. Conocía un local cerca de mi casa y no muy lejos de allí. Cogimos un taxi hasta el bar. El dueño me hacía las veces de amigo en aquella extraña ciudad en que las tardes de verano eran demasiado largas para pasarlas solo. Se alegró de verme y se sorprendió más de verme acompañado. Nos sentamos en una de las mesas y pedimos un par de cervezas. El local era tranquilo, se podía hablar y tanto la música como el ambiente hacían del sitio un lugar agradable. Estuvimos charlando mucho rato y unas cuantas cervezas después decidimos que ya era suficiente de brindar por los viejos tiempos. Pensé que era el momento de arriesgar por los nuevos, de intentar brindar por los que vendrán, por los que tenían que llegar de un momento a otro. Quizás fuera un brindis a la soledad o quizás fuera un brindis a su risa en mi oído, a su voz y a su silencio, a su respiración, aquella que una vez tuve en mi cuello, aquella que hubo un tiempo que me necesitaba, que sin mí no era nada, aquella a la que yo daba el oxígeno.
Supongo que la cerveza ingerida ayudó. Supongo que en otras circunstancias, en otra ciudad, no nos hubiéramos visto así, en mi cama, desnudos. Pero aquellas eran esas circunstancias y era aquella ciudad, así que estábamos desnudos en mi cama, charlando, abrazados, sintiéndonos una vez más después de tantos años. Se quedó dormida ella antes que yo y recuerdo que deseé que no despertáramos jamás. Pero la luz que entraba por la ventana me despertó. Abrí los ojos y me giré sobre la cama. Ella no estaba. No había ningún rastro de ella allí salvo un leve olor a su piel que no podía saber si era real o imaginario. Pensé que había sido un sueño, que no estuve con ella anoche, que tres meses atrás no me la había encontrado en un paso de peatones, que no habíamos tomado un café, que la noche anterior no habíamos ido a cenar, a tomar algo y luego a mi casa, que no habíamos estado en mi cama…
Me levanté con un nudo en la garganta y con un mal sabor de boca horroroso. Fui al baño y vomité. Lo hice de tristeza, de amargura. Vomité hasta que ya no tenía nada que vomitar. Llamé al trabajo y dije que aquel día no iría, que no me encontraba bien. Salí del lavabo y me tumbé en el sofá. Lo último que me apetecía hacer era cualquier cosa que no fuera fumar un cigarrillo tras otro en el sofá. Eso hice durante toda la mañana y parte de la tarde.
Cuando por fin me levanté me acerqué a la mesa del salón y comprobé mi móvil. Quería saber si realmente había sido un sueño o no. Busqué en la agenda y encontré su número donde debía estar pero eso solo probaba el encuentro de aquella tarde en aquel paso de peatones. Busqué en el registro de llamadas pero estaba vacío, ni una sola llamada, ni a ella ni a nadie. No soy un hombre muy hablador por el móvil pero por el trabajo tengo que hacerlo muchas veces al día. Solía borrar el registro al acabar la jornada laboral, no quería mirar el móvil antes de dormir y encontrarme llamadas a gente extraña, a gente que de otra manera jamás habría llamado. Cogí esa costumbre hacía ya casi un año y la seguía a rajatabla desde que un día quise buscar en el registro una llamada a un amigo y en las 25 o 30 posiciones que tiene la lista solo encontré llamadas por trabajo. Fue como darse cuenta de que estás atrapado en la rutina. Eso no podía cambiarlo demasiado, no al menos con este trabajo que me absorbe pero al menos podía borrar las huellas, no ser consciente siempre de que no tengo salida. Así que aquello tampoco significaba nada. Hacía ya casi 24 horas desde la hora de nuestra cita y resolví llamarle para evitar perder más el tiempo. La llamé con la misma decisión que el día de antes, ninguna.
La conversación fue corta, ella tenía prisa pero quedamos en vernos más tarde, una nueva cena, y esta no por los viejos tiempos, sino por esos tiempos que se avecinaban, que yo veía iluminados.