11 noviembre 2010

El tiempo

Miró la esfera blanca de su reloj de bolsillo, siempre había querido tener uno. El reloj marcaba la hora que esperaba encontrar así que no se preocupó, todo iba bien. Siguió caminando tranquilamente hacia su destino. En cuanto llegó entró, no quiso permanecer más tiempo en la calle, hacía demasiado calor. Allí no había nadie así que se sentó a esperar. Volvió a consultar su reloj. Le gustaba hacerlo, era nuevo pero viejo, nuevo para él puesto que lo tenía desde hacía apenas un par de días pero viejo para todos los demás. Lo compró a un anticuario que no paraba de repetir que había pertenecido a no sé qué político famoso de principios del siglo XX. Pero eso a él le daba igual. Simplemente le gustaba el reloj.

El tiempo empezaba a pasar despacio. Pasaban ya 16 minutos de la hora prevista y allí no aparecían los que tenía que hacerlo y si algo no soportaba era la impuntualidad. Cuando las saetas negras sobre fondo blanco de su reloj marcaban 37 minutos de la hora acordada apareció la primera de las tres personas que tenían que llegar. Se levantó de la silla en que se acababa de sentar cansado de dar vueltas y miró con cara de pocos amigos al recién llegado. El hombre esbozó una media sonrisa de disculpa bajo su bigote y se interesó por las otras dos personas. Ni rastro de ellas. Habría que seguir esperando. El tiempo de espera pasó en silencio, los dos hombres no tenían nada que decirse, no habían venido a charlar. El primero, el del reloj, volvió a consultar la hora visiblemente impaciente, 43 minutos más tarde de la hora. La puerta se abrió, aparecieron las dos personas que faltaban: un hombre y una mujer. Saludaron a los otros dos y fueron hacia una de las esquinas de la sala. Sin más palabras dejaron el maletín sobre una mesa vieja, rallada, de madera clara y no demasiado buena. A continuación se sentaron. El hombre del reloj acercó su silla a la mesa, lo mismo hizo el del mostacho.

La mujer abrió el maletín y enseñó su contenido a los otros dos. Sonrió. El del reloj sacó de su bolsillo una cajita. La dejó sobre la mesa y la abrió. El hombre que había llegado con la mujer se relamió deleitándose con lo que veía. Tras un par de segundos todos miraron al hombre del bigote. Este devolvió las miradas y se dispuso a sacar de la bolsa de plástico que traía una caja de zapatos. La destapó encima de la mesa para alegría del hombre y de la mujer que no pudieron ocultar su felicidad al ver el contenido. El hombre del bigote empezó a vaciar el maletín en su bolsa de plástico, cuando lo dejó a la mitad se levantó, inclinó levemente la cabeza y se fue sin decir palabra. El del reloj esperó unos segundos a que se hubiera alejado, cerró el maletín y se levantó con él, también dispuesto a irse. En el umbral de la puerta se detuvo, se giró y mientras decía adiós efectuó dos disparos. Los dos encontraron su objetivo: primero el entrecejo del hombre y después el de la mujer. El silenciador amortiguó el ruido, aunque no demasiado. Pensó que pronto aparecería algún curioso. Miró su reloj mientras desandaba sus pasos hacia la mesa. Recogió la caja de zapatos y su cajita, maldijo no tener una bolsa de plástico como el hombre del bigote y la impuntualidad de sus ex-compañeros. Iba 43 minutos tarde. Salió del local y cerró la puerta con llave.

14 julio 2010

BCN-NICE (II)

L E J O S
_ L E J O S
______L E J O S
_L E J O S

Adiós en 99 palabras

Su risa sonó como una despedida, una despedida triste, una despedida definitiva. ¿Y yo? Yo sonreí, sonreí por verla reír una vez más, aunque fuera la última. Y la abracé bien fuerte para que no escapara, para impregnarme de ella y que ella se impregnara de mí. Y aunque ella no entendió por qué lo hacía, me abrazó. Yo no quería soltarla pero lo hice en cuanto ella aflojó su abrazo, en cuanto ella demostró que ya era suficiente disminuyendo la presión de sus brazos sobre mi espalda, de sus pechos sobre mi pecho. La solté. Y se fue.

03 marzo 2010

Ancha es Castilla

Miraba al horizonte como podía hacerlo cualquiera y sin embargo veía cosas que no podía ver nadie. Probablemente estuviera loco, pero poco importaba. Como alguien dijo una vez, loco es el que pasa los mejores 40 años de su vida trabajando para dejar de hacerlo cuando ya es viejo y no tiene tiempo de disfrutarla. Él ni era viejo ni trabajaba, sólo miraba el horizonte en busca de algo. Algo que no conseguía encontrar entre toda esa amalgama de cosas que veía. "Ancha es Castilla", era lo más que decía, de vez en cuando, si nadie le preguntaba. Si te interesabas, en cambio, te contaba todo lo que veía al final de aquella llanura de la que estaba siempre rodeado. Y te decía, con aire triste, que lo único que no veía era lo que quería ver. Cuando le preguntabas que era lo que quería ver se callaba un buen rato, suspiraba y se volvía a callar. Nadie sabía lo que quería ver, dudo incluso de que lo supiera él. Supongo que en su cabeza sólo buscaba una meta, un destino, una razón de ser, un motivo por el que estar allí sentado mirando a lo lejos, viendo cosas.

Un día, de repente, se levantó.

12 febrero 2010

Remolacha y el remero

Remoloneaba… remoloneaba mucho, remoloneaba mucho Remolacha mientras aquel remero intentaba remediar tener que hacerle un remiendo a su remo.

Remolacha, cuyo pelo extrañamente morado había dado lugar a su mote, miraba el mar desde la orilla, veía sufrir al marinero, pero no hacía nada por evitarlo. El marinero, que ya se había percatado de la presencia de aquella chica, la miraba de vez en cuando en busca de auxilio pero no se atrevía a alzar la voz, debía ser él quien solucionara aquel embrollo sin necesidad de partir por la mitad aquel trozo de madera que le servía de propulsión a su barca.

Y así fue como la pereza y el orgullo se conocieron. Y así fue como la inocencia y la sabiduría se conocieron. Y así fue como la tierra y el mar se conocieron.

Y así es como Remolacha y el remero rememoran aquel momento.

15 enero 2010

Por el Rey y por España

Sin brazos, manco de ambas manos. Así estaba. Así lo había dejado alguno de aquellos franceses contra los que luchaba por Su Majestad y por España. ¿Y qué era un hombre sin brazos? Nada. ¿Cómo se ganaría la vida cuando volviera a casa? No podría. Él sólo pedía que le volvieran a enviar al campo de batalla o que la gangrena se lo llevara. Sólo quería morir. Y si era luchando mejor. Vivir sin manos no era vivir. Sólo sabía hacer dos cosas bien, luchar a espada y guiar a su mula desde Sierra Nevada a Granada cargada de nieve y hielo. Todavía podría medio guiar a la mula, pero ya no podría recoger la nieve... eso ya no era posible. ¿Y qué iba a hacer? No podía pagar ni siquiera a un chiquillo que lo hiciera por él. Quería morir.

Y así lo encontró ella. Él, que no sabía si llorar en un rincón porque no moría o salir a buscar a la muerte, la vió.  Sentada en una esquina de aquella tienda ruinosa que era lo más parecido que tenían a un hospital los soldados en campaña. Mirándole fijamente, seria, fría, sin moverse.  Y esa mirada fría le recorrió el cuerpo, desde la punta de los dedos de los pies hasta la punta de los dedos de las manos, de esas manos que ya no tenía pero que él seguía sintiendo.

La miró. Miró fijamente esos ojos negros. Miró fijamente esa piel blanca. Miró fijamente ese pelo dorado como el Sol. Y no supo qué hacer ni qué decir. Ella sí habló. Pero sólo para decirle que le daba pena. Y no porque no tuviera brazos sino por sus ganas de morir.

-    La vida es lo más valioso que tenéis -le dijo- y os la jugáis a cada minuto por cualquier tontería, como el honor.

Él se incorporó indignado.

-    Un hombre sin honor no vale nada -le replicó.

-    Un hombre muerto tampoco -contestó ella.

-    Vivir sin honor no vale la pena.

-    Y una vez has muerto, ¿dónde queda el honor?

-    En los libros, en los cuentos, en las historias, en la Historia -gritó mientras pensaba que hacía aspavientos con sus añorados brazos.

-    Morir por gangrena no es ningún honor que nadie recuerde.

-    Morir por las heridas de una batalla sí. Morir por las heridas de una batalla en que luchabas por tu patria y por tu Rey sí. ¿Y qué son mis dos brazos amputados más que heridas de guerra? No hay más honor para un soldado de un tercio español que morir en batalla o a causa de ésta.

-    Entonces sal y lucha. Levántate y agarra tu espada con la boca. Corre como un loco contra el enemigo. ¿Qué vas a hacer sin brazos? ¿Cómo vas a luchar?
El hombre, abatido de nuevo, bajó la cabeza.

-    ¿Lo ves? Ya no vas a morir con honor, ¿por qué quieres morir?

-    Porque no puedo vivir con honor. Prefiero morir deshonrado que vivir en deshonra.

-    Está bien. Si así lo deseas, así morirás.

Ella se levantó, se acercó tan despacio y tan quieta que parecía que levitaba en vez de caminar. Se paró al costado del camastro en el que yacía él y con una mano fría como la muerte le bajó los párpados cerrándole los ojos. Agarró su alma y se la llevó.

Ni La Muerte pudo evitar la muerte.