Sin brazos, manco de ambas manos. Así estaba. Así lo había dejado alguno de aquellos franceses contra los que luchaba por Su Majestad y por España. ¿Y qué era un hombre sin brazos? Nada. ¿Cómo se ganaría la vida cuando volviera a casa? No podría. Él sólo pedía que le volvieran a enviar al campo de batalla o que la gangrena se lo llevara. Sólo quería morir. Y si era luchando mejor. Vivir sin manos no era vivir. Sólo sabía hacer dos cosas bien, luchar a espada y guiar a su mula desde Sierra Nevada a Granada cargada de nieve y hielo. Todavía podría medio guiar a la mula, pero ya no podría recoger la nieve... eso ya no era posible. ¿Y qué iba a hacer? No podía pagar ni siquiera a un chiquillo que lo hiciera por él. Quería morir.
Y así lo encontró ella. Él, que no sabía si llorar en un rincón porque no moría o salir a buscar a la muerte, la vió. Sentada en una esquina de aquella tienda ruinosa que era lo más parecido que tenían a un hospital los soldados en campaña. Mirándole fijamente, seria, fría, sin moverse. Y esa mirada fría le recorrió el cuerpo, desde la punta de los dedos de los pies hasta la punta de los dedos de las manos, de esas manos que ya no tenía pero que él seguía sintiendo.
Y así lo encontró ella. Él, que no sabía si llorar en un rincón porque no moría o salir a buscar a la muerte, la vió. Sentada en una esquina de aquella tienda ruinosa que era lo más parecido que tenían a un hospital los soldados en campaña. Mirándole fijamente, seria, fría, sin moverse. Y esa mirada fría le recorrió el cuerpo, desde la punta de los dedos de los pies hasta la punta de los dedos de las manos, de esas manos que ya no tenía pero que él seguía sintiendo.
La miró. Miró fijamente esos ojos negros. Miró fijamente esa piel blanca. Miró fijamente ese pelo dorado como el Sol. Y no supo qué hacer ni qué decir. Ella sí habló. Pero sólo para decirle que le daba pena. Y no porque no tuviera brazos sino por sus ganas de morir.
- La vida es lo más valioso que tenéis -le dijo- y os la jugáis a cada minuto por cualquier tontería, como el honor.
Él se incorporó indignado.
- Un hombre sin honor no vale nada -le replicó.
- Un hombre muerto tampoco -contestó ella.
- Vivir sin honor no vale la pena.
- Y una vez has muerto, ¿dónde queda el honor?
- En los libros, en los cuentos, en las historias, en la Historia -gritó mientras pensaba que hacía aspavientos con sus añorados brazos.
- Morir por gangrena no es ningún honor que nadie recuerde.
- Morir por las heridas de una batalla sí. Morir por las heridas de una batalla en que luchabas por tu patria y por tu Rey sí. ¿Y qué son mis dos brazos amputados más que heridas de guerra? No hay más honor para un soldado de un tercio español que morir en batalla o a causa de ésta.
- Entonces sal y lucha. Levántate y agarra tu espada con la boca. Corre como un loco contra el enemigo. ¿Qué vas a hacer sin brazos? ¿Cómo vas a luchar?
El hombre, abatido de nuevo, bajó la cabeza.
- ¿Lo ves? Ya no vas a morir con honor, ¿por qué quieres morir?
- Porque no puedo vivir con honor. Prefiero morir deshonrado que vivir en deshonra.
- Está bien. Si así lo deseas, así morirás.
Ella se levantó, se acercó tan despacio y tan quieta que parecía que levitaba en vez de caminar. Se paró al costado del camastro en el que yacía él y con una mano fría como la muerte le bajó los párpados cerrándole los ojos. Agarró su alma y se la llevó.
Ni La Muerte pudo evitar la muerte.
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