22 agosto 2012

El cuentacuentos

Llegué dispuesto a contar un cuento, a contar mi cuento. Nunca he pensado que fuera un cuento bueno, ni siquiera que fuera medianamente interesante pero creo que eso es algo bastante común. Uno siempre es su mayor (y peor) crítico. Nunca eres capaz de valorar en su justa medida lo que has hecho. Siempre es mejor que alguien ajeno te diga si vale la pena o no. Y mi cuento solía gustar. No a todo el mundo, pero sí a la mayoría.
Así que allí estaba, sentado delante de mi público, dispuesto a explicarlo. No lo llevaba escrito. Leerlo siempre me ha parecido la peor manera de disfrutar de un cuento. Un cuento está hecho para contarlo. No es una novela o un ensayo. Hay que escucharlo. Es como leer una obra de teatro o el guión de una película. No le encuentro sentido. Todo tiene su sitio y el del cuento es dentro de uno. Solo sale para entrar en otro, o en otros. Y allí permanecer hasta que ese, o esos, decidan sacarlo para entrar en los siguientes. Y así hasta el infinito o hasta que alguien lo deja atrapado en un libro. Pero siempre hay alguien que lo libera. Siempre habrá una persona que lo memorizará para explicarlo después.
Hice un gesto con las manos, llamé la atención de mi público que, sentado en el suelo, calló para mirarme. Saludé y empecé con el “Érase una vez”. Me gusta empezar así. Todos los cuentos deberían empezar así. Da igual en qué lugar y en qué época esté ambientado. Siempre “era una vez”. Es el comienzo perfecto. El “Colorín colorado, este cuento se ha acabado” ya no me gusta tanto. Me da la sensación que ese final trata al que escucha el cuento como idiota. Como que si no hicieras esa rima estúpida, no sabría que el cuento ha terminado. Como si callarse no fuera suficiente.

09 agosto 2012

Sol de julio


Sol de julio en Granada, 
los estudiantes ya dejaron la ciudad. 
Sin desayunar me meto en cualquier bar: 
una caña y una tapa, 
nunca es pronto pa empezar, 
nunca es tarde pa olvidar. 

 La Alhambra lo observa todo sin mirar, 
el calor del mediodía casi la hace brillar. 
Entraste sin llamar 
y, sin decir nada, 
te fuiste sin avisar. 

Treinta y cinco grados en la plaza de la catedral, 
mala hora para pasear, 
dos inglesas ríen sin parar 
en la terraza de cualquier bar, 
otra cerveza más, 
nunca es pronto pa empezar, 
nunca es tarde pa olvidar. 



Nota: Esto me salió al escuchar en "Tokio ya no nos quiere" de Lori Meyers el tercer verso

05 julio 2012

No estás

Todas las noches sueño que te vas
y en sueños lucho por impedirlo
pero cuando me despierto
nunca estás

11 noviembre 2010

El tiempo

Miró la esfera blanca de su reloj de bolsillo, siempre había querido tener uno. El reloj marcaba la hora que esperaba encontrar así que no se preocupó, todo iba bien. Siguió caminando tranquilamente hacia su destino. En cuanto llegó entró, no quiso permanecer más tiempo en la calle, hacía demasiado calor. Allí no había nadie así que se sentó a esperar. Volvió a consultar su reloj. Le gustaba hacerlo, era nuevo pero viejo, nuevo para él puesto que lo tenía desde hacía apenas un par de días pero viejo para todos los demás. Lo compró a un anticuario que no paraba de repetir que había pertenecido a no sé qué político famoso de principios del siglo XX. Pero eso a él le daba igual. Simplemente le gustaba el reloj.

El tiempo empezaba a pasar despacio. Pasaban ya 16 minutos de la hora prevista y allí no aparecían los que tenía que hacerlo y si algo no soportaba era la impuntualidad. Cuando las saetas negras sobre fondo blanco de su reloj marcaban 37 minutos de la hora acordada apareció la primera de las tres personas que tenían que llegar. Se levantó de la silla en que se acababa de sentar cansado de dar vueltas y miró con cara de pocos amigos al recién llegado. El hombre esbozó una media sonrisa de disculpa bajo su bigote y se interesó por las otras dos personas. Ni rastro de ellas. Habría que seguir esperando. El tiempo de espera pasó en silencio, los dos hombres no tenían nada que decirse, no habían venido a charlar. El primero, el del reloj, volvió a consultar la hora visiblemente impaciente, 43 minutos más tarde de la hora. La puerta se abrió, aparecieron las dos personas que faltaban: un hombre y una mujer. Saludaron a los otros dos y fueron hacia una de las esquinas de la sala. Sin más palabras dejaron el maletín sobre una mesa vieja, rallada, de madera clara y no demasiado buena. A continuación se sentaron. El hombre del reloj acercó su silla a la mesa, lo mismo hizo el del mostacho.

La mujer abrió el maletín y enseñó su contenido a los otros dos. Sonrió. El del reloj sacó de su bolsillo una cajita. La dejó sobre la mesa y la abrió. El hombre que había llegado con la mujer se relamió deleitándose con lo que veía. Tras un par de segundos todos miraron al hombre del bigote. Este devolvió las miradas y se dispuso a sacar de la bolsa de plástico que traía una caja de zapatos. La destapó encima de la mesa para alegría del hombre y de la mujer que no pudieron ocultar su felicidad al ver el contenido. El hombre del bigote empezó a vaciar el maletín en su bolsa de plástico, cuando lo dejó a la mitad se levantó, inclinó levemente la cabeza y se fue sin decir palabra. El del reloj esperó unos segundos a que se hubiera alejado, cerró el maletín y se levantó con él, también dispuesto a irse. En el umbral de la puerta se detuvo, se giró y mientras decía adiós efectuó dos disparos. Los dos encontraron su objetivo: primero el entrecejo del hombre y después el de la mujer. El silenciador amortiguó el ruido, aunque no demasiado. Pensó que pronto aparecería algún curioso. Miró su reloj mientras desandaba sus pasos hacia la mesa. Recogió la caja de zapatos y su cajita, maldijo no tener una bolsa de plástico como el hombre del bigote y la impuntualidad de sus ex-compañeros. Iba 43 minutos tarde. Salió del local y cerró la puerta con llave.

14 julio 2010

BCN-NICE (II)

L E J O S
_ L E J O S
______L E J O S
_L E J O S

Adiós en 99 palabras

Su risa sonó como una despedida, una despedida triste, una despedida definitiva. ¿Y yo? Yo sonreí, sonreí por verla reír una vez más, aunque fuera la última. Y la abracé bien fuerte para que no escapara, para impregnarme de ella y que ella se impregnara de mí. Y aunque ella no entendió por qué lo hacía, me abrazó. Yo no quería soltarla pero lo hice en cuanto ella aflojó su abrazo, en cuanto ella demostró que ya era suficiente disminuyendo la presión de sus brazos sobre mi espalda, de sus pechos sobre mi pecho. La solté. Y se fue.

03 marzo 2010

Ancha es Castilla

Miraba al horizonte como podía hacerlo cualquiera y sin embargo veía cosas que no podía ver nadie. Probablemente estuviera loco, pero poco importaba. Como alguien dijo una vez, loco es el que pasa los mejores 40 años de su vida trabajando para dejar de hacerlo cuando ya es viejo y no tiene tiempo de disfrutarla. Él ni era viejo ni trabajaba, sólo miraba el horizonte en busca de algo. Algo que no conseguía encontrar entre toda esa amalgama de cosas que veía. "Ancha es Castilla", era lo más que decía, de vez en cuando, si nadie le preguntaba. Si te interesabas, en cambio, te contaba todo lo que veía al final de aquella llanura de la que estaba siempre rodeado. Y te decía, con aire triste, que lo único que no veía era lo que quería ver. Cuando le preguntabas que era lo que quería ver se callaba un buen rato, suspiraba y se volvía a callar. Nadie sabía lo que quería ver, dudo incluso de que lo supiera él. Supongo que en su cabeza sólo buscaba una meta, un destino, una razón de ser, un motivo por el que estar allí sentado mirando a lo lejos, viendo cosas.

Un día, de repente, se levantó.